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Inmenso Orson Welles: Impulso criminal (Compulsion, Richard Fleischer, 1959)

Publicado el 11 mayo 2015 por 39escalones

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Basada en una novela de Meyer Levin, Impulso criminal (Compulsion, 1959) comparte planteamiento con la celebrada cinta de Alfred Hitchcock La soga (Rope, 1948): en el Chicago de 1924, dos estudiantes pretenden demostrar su superioridad intelectual cometiendo un crimen perfecto que ponga de manifiesto su liberación de toda atadura moral, la pérdida de vigencia de toda ética ante individuos cuya inteligencia sobrepasa las estrecheces de los prejuicios inoculados en los seres humanos durante siglos por la religión, la filosofía o la ley. De este modo, el sensible y melancólico Judd (Dean Stockwell), y el fanfarrón y presuntuoso Artie (Bradford Dillman), al que le ata un insana relación de dependencia (de insinuados  tintes homosexuales), viven una escalada violenta que se inicia con el frustrado atropello de un borracho y eclosiona en el asesinato de Paulie, un niño de un colegio cercano que aparece en una alcantarilla con la cabeza destrozada, aunque todavía se da un episodio posterior que puede incrementar su grado de crueldad y que solo los remilgos de Judd logran impedir. Artie, convencido de que saldrán airosos, ni se inmuta cuando un imprevisto pone en manos de la policía una pista crucial y, embriagado de soberbia, se dedica a un peligroso juego con las autoridades, de las que parece burlarse desde su “superior” posición. No obstante, la maraña se complica, y las supuestas mentes superiores quedan retratadas como lo que son en realidad, un par de botarates niñatos de papá (ambos pertenecen a familias acomodadas) que juegan caprichosamente con el destino de otros seres, para ellos inferiores, desde el pedestal que les proporciona el colchón económico de sus familias y, dado su carácter infantil, sin ser conscientes de las consecuencias de sus actos. No lo son ni siquiera a la hora de la verdad, durante el proceso judicial en el que son defendidos por el famoso abogado criminalista Jonathan Wilk (Orson Welles) y que puede llevarles a la horca.

Los presupuestos del superhombre de Nietzche son el punto de partida intelectual (lo mismo que en el mencionado título de Hitchcock) de la pareja de criminales para justificar sus actos. No obstante, estos postulados son vencidos por el espectacular alegato final de Wilk, en lo que es una s0bresaliente interpretación de Welles. Es precisamente su presencia, el poder de su actuación, el carisma y la profundidad de su encarnación del abogado experimentado y curtido en mil fracasos (no tanto profesionales como personales, asistiendo durante más de cuatro décadas al espectáculo de la degradación humana en todos sus extremos), lo que eleva la película y le concede una justa trascendencia. El discurso moral sobrevuela por encima de la intriga criminal (en el fondo, no hay tal, ya que el público conoce desde el principio la autoría del crimen y el proceso no gira en torno de la culpabilidad o inocencia de los responsables, sino sobre su cordura o locura), que no está muy elaborada, y también sobre el simple drama judicial, ya que las sesiones ante el tribunal tampoco constituyen el clímax dramático de la cinta. Los aspectos de la investigación se reducen al seguimiento que la prensa hace de los detalles del asesinato, como forma de que el espectador conozca el estado de las pesquisas, y a la magnífica sucesión de secuencias en las que el fiscal (E. G. Marshall) sonsaca a los asesinos, confronta sus versiones y logra desentrañar los hechos. Por otro lado, una vez que Wilk consigue que el juicio no verse sobre la culpabilidad o inocencia de los acusados, sino sobre su estado mental, el jurado deja de tener sentido, y las sesiones del tribunal se limitan a confrontar testimonio cualificados de profesionales de la psquiatría que expongan su parecer, de modo que las habituales y tópicas secuencias de juicios, con las consabidas protestas, quedan al margen. Solo en el último momento, cuando la cuestión queda reducida a cómo la ley debe actuar frente al mayor de los bienes, la vida humana, es cuando el clímax dramático alcanza su plenitud, y enlaza magistralmente con el título del filme cuando equipara los impulsos homicidas de los jóvenes asesinos con los de una sociedad que confunde justicia con venganza, que busca en la sangre la respuesta a sus miedos.

Pero el interés del argumento o las interpretaciones no constituyen las únicas virtudes de la cinta. Es cierto que Welles se come el metraje (de hecho, aunque solo aparece en el tercio final es el nombre que abre los créditos) con su poderío interpretativo y la descarga de sus frases en el guion, de un humor tan negro como de una absoluta claridad humanista, y también que la dulpa de actores jóvenes cumple magníficamente en el marcado contraste entre sus personajes (especialmente, Dillman está repulsivo). Hasta el punto fue así, que los tres obtuvieron ex aequo el premio a la mejor interpretación en el festival de Cannes de aquel año. Pero la dirección de Fleischer complementa e impulsa las actuaciones a la perfección: imprime el ritmo adecuado a la historia, proporciona algún que otro hallazgo visual que roza el virtuosismo (el interrogatorio reflejado en los cristales de las gafas, por ejemplo), señala magistralmente las relaciones desiguales entre Artie y Judd, emplea una encomiable economía narrativa en la presentación de los hechos, explota con acierto las situaciones de tensión, las dobleces de los protagonistas y el desasosiego de la violencia injustificada y, lo que es más importante, sabe adaptarse, hasta incluso casi desaparecer, cuando el protagonismo debe ser adquirido por la fuerza y el contenido de los diálogos, en particular durante el clímax, justo antes del final, del discurso del abogado Wilk.

El valor último de la cinta radica en el contenido de este alegato final, la defensa que Wilk hace de la vida como valor supremo y de la inconveniencia de la pena de muerte, de su incapacidad en términos de prevención o disuasión en la comisión de crímenes. En su sentido y emotivo, casi lírico, discurso, tan difícil de mantener en un país como Estados Unidos, que aplaude mayoritariamente la existencia de la pena capital, Wilk-Welles pone en valor la administración de justicia como elemento educador, regenerador de la sociedad, lo disocia de su condición de venganza social, de castigo ejemplar. Solo así la justicia puede elevarse sobre los hombres que se someten a ella, sobre los actos que cuestiona, evalúa y condena. Lo contrario, equivale a reducir la justicia a la misma condición de los asesinos, y por idéntico motivo de raíz, su simple entrega a un mero impulso criminal.


Inmenso Orson Welles: Impulso criminal (Compulsion, Richard Fleischer, 1959)

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